Hace noticia en LA HORA DE LA VERDAD, el importante intelectual brasileño OLAVO DE CARVALHO, quien reflexionó sobre los revolucionarios y su locura seductora, así como sobre la infantilización de los militares brasileños.
Artículo.
Como debatir con izquierdistas
Olavo de Carvalho
Diário do Comércio (editorial), 20 de junio de 2007
Los liberales y conservadores de este país nunca han de salir del atolladero mientras continúen creyendo que nada más los separa de los izquierdistas sino una divergencia de ideas, apta a ser objeto de corteses discusiones entre personas igualmente honestas, igualmente dignas. La diferencia específica del movimiento revolucionario mundial está en infundir en sus adeptos, sirvientes e incluso simpatizantes, una sustancia moral y psicológica radicalmente diversa de la que circula en los corazones y mentes de la humanidad normal. El revolucionario se siente miembro de una supra humanidad ungida, portadora de derechos especiales negados al hombre común e, incluso, inaccesibles a su imaginación. Cuando usted discute con un izquierdista, él se apoya ampliamente en esos derechos, que usted ignora por completo. La regla común del debate, que usted sigue al pie de la letra esperando que él haga lo mismo, representa para él sólo una cláusula parcial de un código más vasto y complejo, que le confiere medios de acción incomparablemente más flexibles que los del adversario. Para usted, una prueba de incoherencia es un golpe mortal dirigido a un argumento. Para él, la incoherencia puede ser un instrumento precioso para inducir el adversario a la perplejidad y someterlo psicológicamente. Para usted, la contradicción entre actos y palabras es una prueba de deshonestidad. Para él, es una cuestión de método. La propia visión de la confrontación polémica como una disputa de ideas es algo que sólo vale para usted. Para el revolucionario, las ideas son partes integrantes del proceso dialéctico de la lucha por el poder; ellas nada valen por sí; pueden ser cambiadas como medias o calzoncillos. Todo revolucionario está dispuesto a defender “x” o el contrario de “x” según las conveniencias tácticas del momento. Si usted lo vence en la disputa de “ideas”, él tratará de integrar la idea vencedora en un juego estratégico que la haga funcionar, en la práctica, en sentido contrario al del su enunciado verbal. Usted gana, pero la victoria es pírrica. La disputa con el revolucionario es siempre regida por dos códigos simultáneos, de los cuales usted sólo conoce uno. Cuando usted menos espera, él apela al código secreto y le da una zancadilla.
Usted puede escandalizarse por un desertor de las tropas nacionales ser promovido a general post mortem1 mientras que en el régimen que él deseaba implantar en su país el fusilamiento sumario es el destino, no sólo de los desertores, pero de meros civiles que intenten abandonar el territorio. Usted cree que denunciando esa monstruosa contradicción le pegó un golpe mortal a las convicciones del revolucionario. Pero, por dentro, él sabe que la contradicción, cuanto menos explicada y más escandalosa, más sirve para habituar el público a la creencia implícita de que los revolucionarios no pueden ser juzgados por la moral común. La derrota en el campo de los argumentos lógicos es una victoria sicológica incomparablemente más valiosa. Sirve para poner la causa revolucionaria por encima del alcance de la lógica.
Usted no puede derrotar el revolucionario mediante simples “argumentos”. A ellos hay que acrecentar el desenmascaramiento sicológico integral de una táctica que no visa a vencer debates, pero a usar como un instrumento de poder inclusive la propia inferioridad de argumentos. De cada situación del debate hay que trascender la esfera del enfrentamiento lógico y desnudar el esquema de acción en que el revolucionario inserta el cambio de argumentos y cuál el provecho psicológico y político que pretende sacar de ella para más allá de su resultado aparente.
Pero eso quiere decir que el único debate eficiente con izquierdistas es aquel que no consiente en quedarse preso a las reglas formales de un enfrentamiento de argumentos, sino profundizarse en un desenmascaramiento sicológico completo y despiadado. Probar que un izquierdista está errado no significa nada. Usted tiene que demostrar como él es malo, perverso, falso, deliberado y maquiavélico por tras de sus apariencias de debatiente sincero, cortes y civilizado. Haga eso y usted hará esa gente llorar de desesperación, porque en el fondo ella se conoce y sabe que no sirve. No le dé el consuelo de un camuflaje civilizado tejido con la piel del adversario ingenuo.
Usted puede escandalizarse por un desertor de las tropas nacionales ser promovido a general post mortem1 mientras que en el régimen que él deseaba implantar en su país el fusilamiento sumario es el destino, no sólo de los desertores, pero de meros civiles que intenten abandonar el territorio. Usted cree que denunciando esa monstruosa contradicción le pegó un golpe mortal a las convicciones del revolucionario. Pero, por dentro, él sabe que la contradicción, cuanto menos explicada y más escandalosa, más sirve para habituar el público a la creencia implícita de que los revolucionarios no pueden ser juzgados por la moral común. La derrota en el campo de los argumentos lógicos es una victoria sicológica incomparablemente más valiosa. Sirve para poner la causa revolucionaria por encima del alcance de la lógica.
Usted no puede derrotar el revolucionario mediante simples “argumentos”. A ellos hay que acrecentar el desenmascaramiento sicológico integral de una táctica que no visa a vencer debates, pero a usar como un instrumento de poder inclusive la propia inferioridad de argumentos. De cada situación del debate hay que trascender la esfera del enfrentamiento lógico y desnudar el esquema de acción en que el revolucionario inserta el cambio de argumentos y cuál el provecho psicológico y político que pretende sacar de ella para más allá de su resultado aparente.
Pero eso quiere decir que el único debate eficiente con izquierdistas es aquel que no consiente en quedarse preso a las reglas formales de un enfrentamiento de argumentos, sino profundizarse en un desenmascaramiento sicológico completo y despiadado. Probar que un izquierdista está errado no significa nada. Usted tiene que demostrar como él es malo, perverso, falso, deliberado y maquiavélico por tras de sus apariencias de debatiente sincero, cortes y civilizado. Haga eso y usted hará esa gente llorar de desesperación, porque en el fondo ella se conoce y sabe que no sirve. No le dé el consuelo de un camuflaje civilizado tejido con la piel del adversario ingenuo.
1 NT. El autor se refiere al comunista y terrorista capitán Carlos Lamarca, desertor y traidor del Ejército brasileño, promovido “post mortem” al puesto de general en el gobierno izquierdista de Luis Inácio Lula da Silva.
Traducción: Victor Madera
Nenhum comentário:
Postar um comentário